Por Thor Halvorssen and Javier El-Hage
Al anunciar que viajaría a La Habana a recibir un premio de manos de disidentes que piden democracia en Cuba, el secretario general de la OEA, Luis Almagro, ha forzado al régimen de Raúl Castro a prohibirle el ingreso con argumentos “bastante ridículos”. Almagro ha aprovechado la oportunidad para aleccionar a la dictadura con una clase sobre democracia: le ha explicado que quería “honrar la memoria de Oswaldo Payá”, un activista prodemocracia probablemente asesinado por el régimen, y le ha pedido no “criminalizar al grupo Cuba Decide (fundado por la hija de Payá) pues los mecanismos constitucionales de democracia directa que proclaman (la necesidad de un plebiscito en Cuba) son un instrumento esencial para la expresión de los pueblos”.
Con esta y otras acciones por el estilo, el secretario general de la OEA continúa recibiendo elogios en público y privado, pero también viene escandalizando a un buen número de políticos, diplomáticos e intelectuales latinoamericanos, a quienes les preocupa que el excanciller de Mujica ande llamando dictadorzuelo a los dictadorzuelos y tendiendo la mano a grupos de la sociedad civil en países gobernados por regímenes autoritarios, incluso sin el permiso de estos.
Los escandalizados vienen en dos tipos, los que son públicos en su rechazo a Almagro, o sea, los funcionarios y partidarios de la dictadura de Cuba y de los regímenes autoritarios-competitivos de Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, y los que lo hacen en secreto, “diplomáticamente”, porque son funcionarios “de carrera” de cuanta cancillería latinoamericana les formó en las artes ascéticas de mantener la misma etiqueta y protocolo —eficaz, gentil y obsecuente— bajo el presidente electo de hoy, el caudillo anticomunista de mañana, y el dictador de izquierdas de pasado mañana.
Los críticos de Almagro esgrimen dos argumentos importantes. Uno es que, según ellos, la OEA no es diferente de la ONU en que se trata simplemente de una organización intergubernamental encargada de proveer una plataforma a los representantes de países, y, por tanto, debe acoger en su seno con el mismo derecho a voz y voto, y con los mismos honores debidos a cualquier jefe de Estado, a Allende igual que a Pinochet, a Videla como a Alfonsín, a Carlos Andrés Pérez como a Nicolás Maduro.
El segundo argumento es que lo que hace Almagro al criticar al régimen venezolano es contrario a la tradición de la OEA, ya que, si bien desde su creación en 1948 tendría en teoría que haberse interesado en promover valores de la democracia representativa, en la práctica desde su púlpito se criticó solamente a la dictadura de Castro en Cuba, que fue suspendida en 1962, y se guardó un silencio cómplice ante las dictaduras anticomunistas de todo el continente a lo largo de la Guerra Fría.
Los críticos de Almagro se equivocan por partida doble.
A diferencia de la ONU que ha tenido a dos dictaduras (China y Rusia) en su Consejo de Seguridad desde sus inicios, la OEA es una organización creada por democracias y dedicada a la democracia. Desde sus inicios con la adopción de la Carta de la OEA en 1948, con mayor fuerza desde la reforma de dicha Carta en 1992, y culminando con la aprobación de la Carta Democrática Interamericana (CDI) en 2001, la OEA tiene el deber de promover los elementos esenciales de la democracia: libertad de prensa, independencia del poder judicial, elecciones libres y justas, y alternancia en el poder.
Es más, mientras en la ONU las dictaduras de Arabia Saudita, China, Cuba, Egipto y Ruanda integran el Consejo de Derechos Humanos, el Secretario General de la OEA tiene la obligación de procurar la “suspensión de toda participación en los órganos de la OEA” de cualquier régimen antidemocrático que hubiera tomado control del gobierno de un estado miembro, ya sea porque llegó al poder a través de un golpe perpetrado contra un presidente democrático, o porque, habiendo sido electo en elecciones libres y justas, este haya erosionado la democracia de manera gradual, sostenida y sistemática hasta el punto de tornarse un régimen autoritario o dictatorial, como es el caso de Venezuela, donde ni siquiera hay garantía ya de elecciones futuras.
En segundo lugar, no es cierto que la OEA no haya dicho nada durante la Guerra Fría. Aunque guardó silencio ante las dictaduras de Videla y Pinochet, la OEA fue en ese entonces capaz de condenar a los regímenes tiránicos de Trujillo en 1960, de Castro en 1962, de Somoza en 1979, y de Noriega en 1989, aún sin herramientas como la Carta Democrática.
Las primeras dos condenas, contra Trujillo y Castro, fueron posibles gracias al expresidente venezolano Rómulo Betancourt, un líder socialdemócrata de principios que creía en una OEA sin dictaduras y que recuerda mucho a Almagro.
Los hispanoamericanos que tenemos la suerte de no vivir en dictadura, debemos abandonar la indiferencia porque esta le deja el micrófono a los escandalizados con las acciones de Almagro. En vez de eso, debemos apoyar en voz alta a los millones de venezolanos y cubanos que hoy arriesgan la vida para pedir democracia en sus países. Debemos apoyar a Almagro.
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