El presidente Obama ahora ostenta el dudoso honor de ser el único presidente en ejercicio de Estados Unidos que ha posado en decenas de fotografías con uno de los hermanos Castro en la mismísima Habana, en pleno año 57 de su régimen totalitario.
El propósito: “enterrar el último resquicio de la Guerra Fría y extender una mano de amistad al pueblo cubano”.
En realidad, la visita del presidente Obama a Cuba fue muy similar a los encuentros —igualmente históricos y polémicos— del presidente Nixon con Mao Zedong en China en 1972, o del presidente Carter con Pinochet de Chile y con Videla de Argentina en la década del setenta. Todos tuvieron el propósito de alentar reformas económicas, y no reformas políticas. Al menos por ahora.
Obama aterrizó el domingo mientras cientos de activistas (en su mayoría señoras) eran golpeados y reprimidos ante la prensa internacional, que se encontraba en Cuba para cubrir el encuentro. El lunes, sin inmutarse, Obama pronunció un discurso junto a Raúl Castro y participó de un evento televisado por la dictadura junto a “pequeños empresarios” (desde funcionarios del régimen hasta “cuentapropistas” que no lo critican), a quienes hizo vislumbrar un futuro de negocios junto a grandes empresas como AirBnB, Cisco, GE, Marriott y Verizon. En contrapartida, el martes, Obama compartió una mesa redonda de bajo perfil con un puñado de disidentes, sobre la que ni los medios oficiales ni la Casa Blanca han pronunciado palabra.
El objetivo de todos estos encuentros no fue reclamar respeto a los derechos humanos ni exigir una transición a la democracia, sino que el presidente de Estados Unidos se viera cara a cara con tiranos notorios para transmitirles que, a pesar de la tiranía, podían considerar a su país —su gobierno y su gente— como socios de negocios (o de “desarrollo económico”). La condición previa, que el dictador estuviera liberalizando radicalmente la economía (como en Chile) o que estuviera dispuesto a continuar incrementando, aunque sea ínfimamente, los niveles de libertad económica de las personas en su territorio, como sucede hoy en Cuba.
Y esto se realizó con la convicción de que los efectos positivos que trae consigo cualquier apertura económica, especialmente en un país comunista, no serían superados por el negativo de otorgar legitimidad al tirano. Bajo esta lógica, el claro efecto pernicioso en la opinión pública cubana e internacional de que el líder del mundo libre aparezca en fotos de apretones de manos y abrazos junto al tirano, es visto simplemente como una externalidad negativa que no supera los beneficios de cooperación económica que promete el encuentro.
La creencia subyacente es que, incluso cuando las contrapartes autoritarias no están dispuestas a hacer ninguna concesión en reformas políticas —como es el caso hoy en Cuba y como lo fue en Chile y en China— mayor libertad económica a la larga solamente puede llevar a beneficios económicos netos (menos gente pobre), y estos, a su vez, a la promesa de una transición hacia la democracia.
La segunda parte de esta teoría —que una dictadura de economía capitalista tiene más posibilidades de transitar a la democracia, que una dictadura de economía socialista— fue famosamente sostenida por el premio nobel de economía Milton Friedman, quien asesoró los procesos de apertura económica de chilenos y chinos en los años 70.
Esta teoría fue probada cierta en Chile que, tras 15 años de capitalismo, transitó a la democracia y hoy continúa siendo la economía latinoamericana más desarrollada y el país número uno en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU. Pero la misma teoría ha sido refutada en China, que sigue siendo dictatorial. A lo largo de 40 años, el gobierno de Beijing transitó completamente de una economía comunista a una capitalista —sacando a 400 millones de chinos de la pobreza en el proceso— pero sigue sin demostrar intención alguna de transitar a la democracia.
Hoy, China está repleta de automóviles y rascacielos, y casi todos sus ciudadanos tienen acceso a internet, pero los hilos de la vida pública continúan siendo controlados férreamente por el Partido Comunista, mientras la policía política censura el internet y añade nombres a la larga lista de valientes individuos, entre ellos un premio nobel de la paz, que son encarcelados y desaparecidos regularmente por la dictadura.
Algo similar ocurre hoy en Rusia que, a pesar de la perestroika y la glasnost, jamás logró transitar a la democracia y que es cada día más dictatorial. Tanto chinos como soviéticos padecieron décadas de economías comunistas paupérrimas como la que tiene hoy Cuba (en China el comunismo mató a 30 millones de hambre bajo Mao, y en la Rusia de Stalin otras decenas de millones), pero hoy, estos otrora paladines del comunismo global enfrentan la paradoja de estar repletos, por un lado, de billonarios que tienen prohibido hablar de política, y, por el otro, de políticos billonarios.
China y Rusia son hoy países donde las clases medias son menos miserables y se parecen más a las clases medias de los países del mundo desarrollado, pero donde la libertad de criticar al gobierno continúa completamente amordazada y las policías políticas armadas hasta los dientes.
Sólo el tiempo —y el gobierno cubano que es el único que en verdad puede liberalizar la economía de la isla— dirá si las aperturas económicas que Obama intenta facilitar propiciarán finalmente un “milagro chileno” en Cuba, o si, en su lugar, replicarán los dramas de China y Rusia.
Por ahora, la visita de Obama, con sus muestras de simpatía hacia los anfitriones, más pareciera haber desenterrado a los últimos resquicios octogenarios de la Guerra Fría.
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